El País 19 Jun 2021 – Autor: Guillermo Abril

Los emigrantes, desde Aleman On Demand valorar este espíritu de lucha y superación personalizados en la persona de Ramón.

Una generación en busca de FUTURO. Antes de los 30 este ingeniero informático tenía un empleo en Google, una casa comprada y había nacido su primera hija. El precio a pagar fue hacerlo fuera de España. Pertenece a la generación de los que se marcharon con la crisis de 2008 y ya nunca regresaron

Ramón Medrano Llamas terminó el primer ciclo de Ingeniería Informática la misma semana en que Lehman Brothers anunciaba su quiebra en 2008, marcando el inicio de la debacle económica que sacudió el mundo. A medida que asomaba la larga sombra de la crisis y Bruselas afilaba la guadaña, vio abrirse ante él dos caminos: “Era quedarse en España encadenando contratos temporales de formación o salir fuera”. Eligió lo segundo y en el extranjero sigue. Este ingeniero de software medio leonés, medio asturiano, premio fin de carrera por su trayectoria académica, pertenece a la generación de los que se marcharon a buscarse la vida durante la Gran Recesión y ya nunca volvieron. Lleva una década en Suiza, tiene 34 años, un empleo en Google y, según cuenta, ya antes de los 30 contaba con trabajo, casa comprada y había tenido a la primera de sus dos hijas.

-¿A ti la vida te va con retraso?

-A mí no, pero el precio a pagar ha sido estar fuera de España, he tenido que venir aquí a hacerlo. No me quejo. Siempre le digo a mi mujer que hemos tenido mucha suerte.

Aunque no proteste por ello, porque se considera afortunado, el coronavirus ha hecho que no vea físicamente a su familia desde las navidades de 2019. “Mi mujer y yo pensamos que lo responsable era no ir”. Es parte de ese precio a pagar por vivir fuera, igual que la sensación de desarraigo. “Ser joven”, decía Medrano en el mensaje que tecleó desde Suiza al número que habilitó EL PAÍS para esta serie, “es estar y no estar”. “Haberse ido de España, el país que tanto te ha dado, por necesidad profesional en 2010 y tras diez años, no tener raíces ni aquí ni allí. Es que te venga una pandemia y no sepas cómo o cuándo vas a ver a tus abuelos porque cierran las fronteras. Es votar en una urna solitaria en el consulado. Es que tu hija te hable en alemán suizo y comer el jamón al vacío”. Trataba también de poner en palabras un sentimiento paradójico: “A la vez que tienes un éxito profesional, personal y financiero que nunca habrías esperado, cambiarías mucho por volver”. No le supone ningún trauma, pero está siempre allí, al acecho. Y le hace tomar decisiones aparentemente contradictorias. Mira de forma recurrente empleos en España, pero a la vez ha empezado los trámites para obtener la nacionalidad suiza.

El verano ha llegado a Zúrich, las aceras vibran de europeos rubios e impolutos y por allá se cruzan un Porsche, un Mini de época y un Range Rover. Medrano desgrana su vida mientras guía por estas mismas calles donde coinciden la opaca sede de Mirabaud, el banco en el que el rey emérito ocultó 65 millones de euros, y un poco más allá, al borde del lago repleto de barquitos, el hotel donde detuvieron en 2015 a los gerifaltes de la FIFA por corrupción. La conversación lleva inevitablemente a las diferencias entre esta tierra y el país de origen. Suiza, con 60.500 euros de renta per capita, y una cara oscura que no conviene desdeñar, es uno de los Estados más ricos del mundo; si perteneciera a la UE, según cifras de 2020 de Eurostat, figuraría en tercer lugar, solo por detrás de Luxemburgo e Irlanda (también con un intenso lado oscuro). La renta por persona suiza es casi tres veces superior a la española (22.350 euros ), y un abismo separa también los datos de paro juvenil: en torno al 6% en la pequeña confederación alpina frente al 28% en el reino de la península.

Los relojes funcionan en ambos lugares a distinto ritmo: la aguja española demora. Sentado en una terraza, Medrano calcula a ojo que el retraso para sus colegas de generación en España es de aproximadamente cinco años: varios de los amigos y compañeros que se quedaron se están planteando ahora tener hijos, cuando su niña mayor ya tiene cuatro y medio. El retardo lo percibió nada más aterrizar en Suiza por primera vez. Era 2010, vino a pasar unos meses en prácticas en el Centro Europeo para la Investigación Nuclear (CERN) de Ginebra. Ya le pagaban 2.700 francos suizos mensuales (unos 2.500 euros), por encima del sueldo medio en España, y ni siquiera había acabado la carrera.

En cuanto terminó la ingeniería, en 2011, regresó al CERN y se curtió en el ambiente internacional de físicos e investigadores que buscaban probar la existencia del bosón de Higgs, la partícula de Dios. Hizo buenas migas con otros europeos del sur, con los que compartía el sentimiento de indignación que prendía en Europa y seguía las noticias de los rescates. En 2013 se planteó regresar a casa, entonces sumida en un agujero de desempleo. Le ofrecieron, según recuerda, unos 39.000 euros por sumarse a las filas de Telefónica I+D, un sueldo más que decente para la época. Pero la propuesta que le llegó de Google en Zúrich triplicaba la española. Tenía 26 años. Empezó como “programador junior” y hoy dirige un equipo internacional encargado de resolver incidentes críticos en la autenticación de usuarios y contraseñas.

Vestido con una camiseta en la que se lee “Power PC”, Medrano se lo piensa cuando se le pregunta qué condiciones tendrían que darse para que decidiera volver: “Económicamente, tener un nivel de vida acomodado. Y un puesto con la flexibilidad de ahora, en el que me valoren por lo que hago, no por las horas de oficina”. Él y su mujer, también española e ingeniera informática, se han reducido la jornada al 80% para compaginar el cuidado de las hijas. Medrano lleva cada mañana a la mayor al colegio y a la pequeña de paseo, con el portátil en el carrito por si surge algún problema; no arranca en Google hasta la una, y entonces se sienta en el “escritorio caliente” que han montado en el dormitorio.

Medrano cree que probablemente acaben regresando, pero a la vez reconoce que cuanto más tiempo pasa uno fuera, más cuesta dar el paso.

Estefanía S. Vasconcellos, coautora de Volveremos: memoria oral de los que se fueron durante la crisis (Libros del K.O., 2016), explica que quienes aparecían en su libro manejaban ideas parecidas. “No volverían a cualquier precio”, dice esta periodista en su casa en Bruselas, donde ella, que tiene 32 años, vive ahora la vida de expatriada: trabaja para Podemos en el Parlamento Europeo. En el libro se cita un estudio de la socióloga Amparo González Ferrer de 2013 que cifraba en 225.000 el número oficial de españoles que habrían emigrado por efecto de la Gran Recesión, aunque el dato real, según afirmaba la socióloga, se acercaría a las 700.000 personas. Muchas de ellas, gente cualificada de entre 25 y 34 años y con red de apoyo. “Se iban mayoritariamente los que podían”, resume Vasconcellos.

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